Autora del texto: Nuria Llamazares
La Nela tenía los ojos redondos, del color de la madera del castaño, el cuerpo poblado de un pelo duro casi de cabra, medio corto medio largo y el rabillo en constante movimiento . Cuando la miraba talmente parecía que los ojos se le alegrasen, bailoteando entre los pelos alborotados que salpicaban su cara al ritmo de una música que solo ella podía escuchar .
Para mí la Nela era, con mucho, la mejor perra del mundo. Aún recuerdo cuando nació en el pajar de Castor, el lechero del pueblo. Su madre era perra de campo y sacó resuelta a cinco cachorros de padre desconocido con el orgullo propio de todas las paridas. A mí siempre me gustó ella, que parecía bañada en café con leche y se arrastraba inquieta entre la hierba seca. La Nela ya nació lista, eso lo dijeron todos, hasta mi madre, que pocas ganas tenía de perro y sin embargo se rindió fácil a los encantos de la recién llegada.
– Canela – dijo mi madre mientras revolvía una pota grande llena de arroz con leche, que por cierto, fue su primera comida en casa.
– Que dice madre ….
– Que se llama Canela y no hay más que decir. En esta casa no somos salvajes, tenemos que tener nombre – y siguió revolviendo la pota con el mismo gesto duro de siempre.
Eso era cierto, que todas las cabras tenían nombre, algunos muy evidentes, como una pinta blanca y negra a la que llamaba Estirada porque andaba siempre con el hocico en alto; otros muy logrados, como Tu Padre, que así llamaba al macho que era un pelín bronco y poco dado a amistades pero muy solicito con las hembras. Yo le llamaba Tupa por aquello de evitar el cinturón, más que nada por la hebilla que mi padre hacía chasquear en el aire con tanto acierto, siempre contra mis carnes .
El caso es que la Nela creció moviendo el rabillo en la cocina y siguiendo mis pasos por la casería. Cuánto más crecía más la quería yo, qué dulce y lisonjera era como pocas y trabajadora como casi ninguna. La Nela me miraba siempre atenta mientras cuidábamos del rebaño. Mi madre decía que bien pudiera ser maestra de escuela de tanto como sabía y yo no lo se lo negaba porque aunque no supiese de letras y números sabía de hacer feliz a la gente y eso era un arte para ser aprendido desde la más tierna infancia. Porque la Nela era buena, buenísima, y fiel, más que ninguna persona que yo conociese. La Nela tenía todo lo bueno del mundo metido en su cuerpo y de lo malo, si hubiese algo, nunca lo dejó ver.
El rebaño pastaba tranquilo y ella masticaba con calma un trozo de queso. La Nela comía queso y mantequilla, arroz con leche y pan con aceite, chorizo y morcilla y todo lo que yo me llevase a la boca. El vino también se lo dejé probar, pero no fue de su gusto y pienso a veces que bien hubiese hecho yo en beber agua en lugar de vino y sidra, que si la Nela no lo bebía lo mismo a mí tampoco me hubo de gustar. Nunca jamás le puse correa y nunca tampoco se fue a ninguna parte. Ella y yo caminabamos juntos por monte y rocas como las cabras, o casi, y si alguna vez pudo irse eligió quedarse conmigo, tal era su grandeza y su saber estar.
La Nela cuidaba las cabras, las reunía y las azuzaba y entre medias, de reojillo, me miraba como presumiendo con su lengüilla rosada colgando graciosa a un lado de la boca. Gracias a la Nela mis días como pastor, que fueron muchísimos, tuvieron esa pizca de alegría que a otros faltaba. La cara del abuelo se tornó triste de repente, quizás por añorar la juventud pero más pareció que la Nela se le hubiese hecho tan presente que echase de menos poderla tocar.
– ¿Que más te enseñó la Nela abuelo? – preguntó la niña con aire inquieto. – A no hacer daño ni al morir hija mía, que tanto me quiso que el día que ya vieja y casi ciega sintió que el Señor la llamaba, antes del alba se metió entre la hierba seca y allí dejó su cuerpo muerto mientras su alma se iba al cielo.
– ¿Los perros tienen alma abuelo? – la niña lo miraba con los ojos abiertos como platos esperando la respuesta.
– Por supuesto que tienen alma, como no la van a tener… ¿no aman los perros sin condiciones tal y como el Señor nos amó a nosotros? Pues eso es de tener alma y de ir al cielo y acuérdate bien de esto – el abuelo hizo una pausa como si fuese a contarle un secreto más que muy importante. El día que yo me muera, continuó, la primera que vendrá a buscarme en el cielo será la Nela.

La fotografía de portada es una aproximación, puesto que Nela vivió a principios del 1900 y no existen fotografías. La Nela fue una perra del bisabuelo de la autora. Era una perra mediana, de estructura corpulenta y cabeza cuadrada. Tenía el pelo duro (tipo podenco) y largo. Probablemente fuese un cruce de mastín, carea, sabueso y terrier. Estos últimos llegaban a Asturias en los barcos ingleses que atracaban en el puerto.
Sobre la autora: Nuria Llamazares es empresaria asturiana, coleccionista de arte y amante de la literatura y la etología, su gran pasión. En su manada siempre hay un bobtail (adora esta raza) y cría teckel de manera ocasional. Sus Redes Sociales:
4 comentarios
Como siempre un placer leer esta hermosa publicación. Me guata el estilo narrativo de la escritora, mi en hora buena, es muy agradable leerla. En cuanto a la historia, no solo nos conmovió sino, que nos recordó una maravillosa novela de Perez Galdós llamada «Marianela» . Saludos y Patitas afectuosas a Picasso.
Ais… Marianela es una de mis debilidades literarias, siempre que puedo la recomiendo. ¡Es tan bonita!
No sé si Nuria, la autora, la habrá leído.
Hay la historia de Nela me ha hecho llorar, como quisiera que esos hermosos peludos nunca se fueran de nuestras vidas, Paula que lindas historias publicas.
Hola Elsa, me alegro mucho de que te haya gustado tanto como a mí cuando la leí. Y además está muy bien escrita. Agradezco a Nuria Llamazares, la autora del texto, por compartir este recuerdo de La Nela con los lectores de la manada Cave Canem 🙂